Últimamente he notado que un tema de conversación infaltable entre mujeres es la impotencia expresiva y el complejo de inferioridad que enferma incurablemente a los hombres, y en un intento por determinar la veracidad de las quejas femeninas, he llegado a recopilar algunos aspectos de importancia.
Entre mis lecturas he descubierto que hasta se buscan determinismos genéticos, que han llevado a la identificación en el cromosoma masculino de un gen de la insociabilidad e inseguridad, que la militancia más o menos feminista solía interpretar como un oculto complejo de inferioridad. Psicológicamente, la incapacidad para hablar de las emociones ocultaría el miedo a otras carencias más dramáticas como un complejo de Edipo no resuelto, falta de atención en la infancia temprana, una marcada inferioridad y necesidad de reafirmación, ausencia de merecimiento, baja autoestima, falta de imaginación, de sentimientos o de ideas (por no mencionar el temor masculino más tenebroso: la falta de erección). Algunos autores conocidos plantean un diformismo sexual psicológico que atribuiría a las mujeres una mayor capacidad expresiva, dado su dominio superior de las emociones – aunque pudiera parecer mentira – dado que la expresividad femenina ya no es considerada mala sino buena, en la medida en que demuestra una competencia relacional superior. A la inversa, la inexpresividad masculina no es considerada buena sino mala, ya que bloquea las relaciones personales y se atrinchera en la paranoia insociable generada por la inseguridad.
Ahora bien, en el trabajo los hombres demuestran gran habilidad social y mucha capacidad expresiva, lo que les permite hacer amigos, implicarse en redes de complicidad clandestina y adueñarse de los puestos ocupados. Sin embargo, en cuanto se encuentran con su pareja o regresan a casa se convierten en hijos mudos, amantes inexpresivos, maridos malhumorados o padres ausentes, incapaces de relacionarse. En el mundo actual, esta incapacidad para enfrentarse a la inseguridad afectiva interna es lo que resulta más grave, pues en otros tiempos los hombres confiaban en hacerse querer a partir de sus realizaciones, del prestigio social adquirido y de las posiciones de autoridad ocupadas, cosa que hoy en día ha ido en decadencia por el marcado avance femenino. De manera que las relaciones íntimas resultan erráticas e imprevisibles al estar privadas de un contexto institucional en donde anclarse, desorientando totalmente a un hombre que necesita pero carece de seguridad en sí mismo para poder enfrentarse a los problemas. Esto se debe a que no teme al riesgo derivado de circunstancias externas; pero, si el riesgo está causado por su propia inseguridad interna, entonces se hace irresoluble, y se convierte en un círculo vicioso que le confunde y la consecuencia inmediata es salirse por la tangente. En consecuencia, los hombres que sufren de este tipo de conflictos se reprimen dolorosamente, evitando comprometerse para no bloquearse emocionalmente, y en la búsqueda casi siempre fallida del amor, renuncian de entrada a intentarlo siquiera, conformándose con las pocas migajas de cariño que les toquen en suerte por parte de una mujer que no los opaque o exija demasiado pues sólo aceptan ser aparentemente “felices” a condición de no tener que estar junto a una mujer que les recuerde que no son superiores.
Entre mis lecturas he descubierto que hasta se buscan determinismos genéticos, que han llevado a la identificación en el cromosoma masculino de un gen de la insociabilidad e inseguridad, que la militancia más o menos feminista solía interpretar como un oculto complejo de inferioridad. Psicológicamente, la incapacidad para hablar de las emociones ocultaría el miedo a otras carencias más dramáticas como un complejo de Edipo no resuelto, falta de atención en la infancia temprana, una marcada inferioridad y necesidad de reafirmación, ausencia de merecimiento, baja autoestima, falta de imaginación, de sentimientos o de ideas (por no mencionar el temor masculino más tenebroso: la falta de erección). Algunos autores conocidos plantean un diformismo sexual psicológico que atribuiría a las mujeres una mayor capacidad expresiva, dado su dominio superior de las emociones – aunque pudiera parecer mentira – dado que la expresividad femenina ya no es considerada mala sino buena, en la medida en que demuestra una competencia relacional superior. A la inversa, la inexpresividad masculina no es considerada buena sino mala, ya que bloquea las relaciones personales y se atrinchera en la paranoia insociable generada por la inseguridad.
Ahora bien, en el trabajo los hombres demuestran gran habilidad social y mucha capacidad expresiva, lo que les permite hacer amigos, implicarse en redes de complicidad clandestina y adueñarse de los puestos ocupados. Sin embargo, en cuanto se encuentran con su pareja o regresan a casa se convierten en hijos mudos, amantes inexpresivos, maridos malhumorados o padres ausentes, incapaces de relacionarse. En el mundo actual, esta incapacidad para enfrentarse a la inseguridad afectiva interna es lo que resulta más grave, pues en otros tiempos los hombres confiaban en hacerse querer a partir de sus realizaciones, del prestigio social adquirido y de las posiciones de autoridad ocupadas, cosa que hoy en día ha ido en decadencia por el marcado avance femenino. De manera que las relaciones íntimas resultan erráticas e imprevisibles al estar privadas de un contexto institucional en donde anclarse, desorientando totalmente a un hombre que necesita pero carece de seguridad en sí mismo para poder enfrentarse a los problemas. Esto se debe a que no teme al riesgo derivado de circunstancias externas; pero, si el riesgo está causado por su propia inseguridad interna, entonces se hace irresoluble, y se convierte en un círculo vicioso que le confunde y la consecuencia inmediata es salirse por la tangente. En consecuencia, los hombres que sufren de este tipo de conflictos se reprimen dolorosamente, evitando comprometerse para no bloquearse emocionalmente, y en la búsqueda casi siempre fallida del amor, renuncian de entrada a intentarlo siquiera, conformándose con las pocas migajas de cariño que les toquen en suerte por parte de una mujer que no los opaque o exija demasiado pues sólo aceptan ser aparentemente “felices” a condición de no tener que estar junto a una mujer que les recuerde que no son superiores.