Algunos seres humanos jamás terminarán de sorprenderse de sí mismos, otros nunca se enterarán de lo que les pasa, siempre ha sido así, pero ojala un día deje de serlo. A pesar que unos y otros vivan constantemente consigo mismos, lo cierto es que unos suelen conocerse mejor que los otros al tomar conciencia de esa parte de ellos mismos que intentaba esconderse tras la máscara del ego, inventándose excusas para auto defenderse.
Muchas personas “dicen” ser libres y tener potestad sobre sus vidas, sin darse cuenta que están esclavizados por experiencias, relaciones y complejos que los han afectado y que no han podido superar.
De allí deriva uno de los peores tiranos de la mente humana: El miedo, alimentado interminablemente por la incapacidad de dar y recibir amor, tanto de uno mismo como de los demás. Siempre escuchamos que si entregamos algo, algo nos será devuelto en retribución, pero pocos entienden que no siempre es un asunto recíproco, porque el miedo siempre está al acecho. Así, podemos dar amor y recibir odio, o dar rechazo y recibir ayuda, posiblemente siempre seamos correspondidos con algo, aunque no sea lo que esperamos, de manera que empezamos a alimentar cada vez más nuestro miedo. Y un día, de la nada, recibimos amor, de corazón, absoluto, sin esperarlo, y nuestro miedo se eleva a su máxima expresión, porque nos sentimos vulnerables, nos desequilibramos, haciendo que rechacemos aquello que estamos recibiendo y no podemos comprender.
El asunto es que tras años o después de experiencias tristes perdemos la capacidad de recibir amor y nos acostumbramos a cerrar las puertas a la receptividad. Ya nadie parece escuchar, alentar, consentir, comprender, aceptar, y eso se vuelve una realidad tan aferrada al miedo, que se vuelve patrón de vida y nos hace tener la creencia que no merecemos el amor. Entonces, el miedo sale a la batalla contra lo que estás recibiendo y nos hace incapaces de abrirnos a la receptividad, escondiéndonos nuevamente tras esa máscara del ego y sintiéndonos culpables por haber aceptado un rayito de luz que bien podría iluminar nuestras vidas de manera permanente.
Solemos escudarnos entonces en esas excusas absurdas que nos impiden darnos cuenta que en realidad nos sentimos incapaces de soltar el control a la emoción, al sentimiento, a la vulnerabilidad de la luz que nos está iluminando para hacernos reír, soñar, compartir y finalmente amar y ser amados como merecemos, dar y recibir recíprocamente lo mismo, sin miedo a perderlo, sin culpa por tenerlo, porque sencillamente no hay a que temer, sólo hay que amar.
Muchas personas “dicen” ser libres y tener potestad sobre sus vidas, sin darse cuenta que están esclavizados por experiencias, relaciones y complejos que los han afectado y que no han podido superar.
De allí deriva uno de los peores tiranos de la mente humana: El miedo, alimentado interminablemente por la incapacidad de dar y recibir amor, tanto de uno mismo como de los demás. Siempre escuchamos que si entregamos algo, algo nos será devuelto en retribución, pero pocos entienden que no siempre es un asunto recíproco, porque el miedo siempre está al acecho. Así, podemos dar amor y recibir odio, o dar rechazo y recibir ayuda, posiblemente siempre seamos correspondidos con algo, aunque no sea lo que esperamos, de manera que empezamos a alimentar cada vez más nuestro miedo. Y un día, de la nada, recibimos amor, de corazón, absoluto, sin esperarlo, y nuestro miedo se eleva a su máxima expresión, porque nos sentimos vulnerables, nos desequilibramos, haciendo que rechacemos aquello que estamos recibiendo y no podemos comprender.
El asunto es que tras años o después de experiencias tristes perdemos la capacidad de recibir amor y nos acostumbramos a cerrar las puertas a la receptividad. Ya nadie parece escuchar, alentar, consentir, comprender, aceptar, y eso se vuelve una realidad tan aferrada al miedo, que se vuelve patrón de vida y nos hace tener la creencia que no merecemos el amor. Entonces, el miedo sale a la batalla contra lo que estás recibiendo y nos hace incapaces de abrirnos a la receptividad, escondiéndonos nuevamente tras esa máscara del ego y sintiéndonos culpables por haber aceptado un rayito de luz que bien podría iluminar nuestras vidas de manera permanente.
Solemos escudarnos entonces en esas excusas absurdas que nos impiden darnos cuenta que en realidad nos sentimos incapaces de soltar el control a la emoción, al sentimiento, a la vulnerabilidad de la luz que nos está iluminando para hacernos reír, soñar, compartir y finalmente amar y ser amados como merecemos, dar y recibir recíprocamente lo mismo, sin miedo a perderlo, sin culpa por tenerlo, porque sencillamente no hay a que temer, sólo hay que amar.