jueves, 1 de enero de 2009

Somos diosas

Nuestra sociedad funciona sobre la base de leyes y reglas, y las mujeres han aprendido a superar a los hombres en el cumplimiento de todas ellas, por eso son mejores profesionales y ciudadanos. Sin embargo, la sociedad es ambivalente, pues si todo el mundo obedeciera disciplinadamente todas las leyes y reglas, la sociedad parecería un enorme hormiguero. Por lo tanto, para que todo funcione apropiadamente, hacen falta infractores que las infrinjan y, estadísticamente, son los hombres quienes se encargan del incumplimiento legal y normativo mintiendo, haciendo trampas, jugando sucio, infringiendo la ley y la moral y corrompiéndose…
De tal manera, los hombres aprenden desde pequeños a vulnerar las regulaciones y continúan esta práctica al hacerse mayores, haciéndolo como maestros expertos e inigualables, siendo especialistas en la trasgresión cuando advierten en la escuela o el hogar que son superados por las mujeres en todos los cumplimientos. Ciertamente, los hombres desde temprana edad sienten la necesidad de “hacerse” los listos porque saben que las mujeres son más inteligentes.
En todo ámbito social se puede denotar la insistencia masculina en discutir constantemente la validez del juego por su dudosa adecuación a las reglas; algo que no se trata sólo de un juegos de niños, pues no hay más que recorrer la escena política o periodística, con recurrentes escándalos y sobre corrupción, trampas, golpes bajos, juego sucio y cartas trucadas, para darse cuenta de lo que sucede en realidad. Ahora bien, el colmo de la destreza es saber hacer trampas limpias y demostrar la habilidad superior para forzar las normas sin llegar a ser acusado de violarlas. Así, el hombre actual es el vivo ejemplo de jugador ventajista que tiende a convertirse en tramposo inconsciente, cayendo en la tentación de jugar con cartas marcadas, sin hacerlo por compulsión estafadora, la cual generalmente es inexistente, sino que surge sin querer, al improviso, como consecuencia del afán por apurar al máximo las jugadas de la vida, bordeando la irregularidad y demostrando su inseguridad y adoración por la omnipotencia femenina. Más, sin embargo, las trampas son un efecto de una rara mezcla de indiferencia moral, economía de medios, gregarismo conformista y culto estético, tratándose de algo quizá peligroso, pero que es aparentemente inofensivo en el fondo, al suponer que en realidad no daña a nadie.
De esta manera, la inicial experticia tramposa de los hombres parece predestinada a convertirse después en el fallo productivo definitivo (laboral, profesional, emocional y familiar), que intentan realizar en su búsqueda de resultados (notas, ascensos, mejores salarios, relaciones afectivas y una familia) con la ley del mínimo esfuerzo. Consecuentemente, todos los hombres presentan en mayor o menor medida el mismo problema común: el de la flaqueza de su voluntad, porque en promedio les cuesta más trabajo que a las mujeres mantener durante tiempo prolongado un nivel de esfuerzo constante, siendo víctimas de la pereza que les hace cansarse tan pronto como la atención se distrae. Al respecto, algunos neurólogos y muchos sociobiólogos poseen estudios y datos que confirman esta teoría, afirmando que debido a la especialización visual y espacial de su cerebro, la atención del hombre es mucho más sensible y elástica, dejándose distraer con gran versatilidad por cualquier estímulo externo. En cambio, las mujeres poseen más capacidad de constancia y concentración en diversas tareas, dada la necesidad de soportar largos embarazos sin dejarse perturbar por distracciones externas.
No debería descartarse que la presunta invalidez masculina obedezca a intereses muy concretos: vivir como dioses a costa de las mujeres sacrificadas que se encuentren por debajo de ellos, pues son demasiado flojos y tontos para hacer un esfuerzo por mantenerse a la par de una mujer superior… Aunque esto podría estar ocultando, en realidad, una patética petición de auxilio por ser tomados en cuenta y adorados por lo que no son, pero en cualquier caso, las dos posibilidades indicarían con claridad la inferioridad de la posición masculina, pues al momento de recibir todo lo que desean en sus vidas, simplemente no encuentran manera de manejarlo y mantenerlo. De tal manera el estilo de vida masculino con su obsesión por la intensidad del presente y su despreocupación por cualquier futuro aplazado, los lleva indefectiblemente a jugar el juego de las trampas de la autodestrucción: fumar, comer y beber con exceso, abusar de toda clase de tóxicos, despreciar a los demás congéneres con paranoia insociable, asumir riesgos inútiles o peligrosos, engañar a sus familias, amistades y parejas, y negarse a adoptar hábitos tediosos. El resultado es una probabilidad muy alta de contraer enfermedades, sufrir accidentes, quedarse solos, padecer depresiones y acceder a una muerte temprana... todo por querer ser “¿superiores?.”

Fuente: Notas sobre la superioridad de las mujeres - Miguel Vilar