Los que me siguen en este pequeño espacio ya habrán notado mi admiración por Bécquer y mi estilo Becqueriano de poesía. Si mal no recuerdo, escribí mis primeras líneas siendo una chiquilla de unos 7 años y mi abuelita aún conserva aquel papel arrugado y amarillo donde, en un discurso sin rima ni lógica, plasmé mi primera prosa versada y casi psicótica.
Mucho pasó desde entonces y muchas noches he despertado con ataques de inspiración que me llevan a mi teclado o mi libretita (sería más romántico decir a mi pluma) en un febril estado de ansiedad por vaciar mi mente antes que desaparezca el pensamiento. Curiosamente, jamás he repasado mis poemas, corregido letras o buscado rimas, queda como sale originalmente de mi inspiración. Nunca he escrito para nadie y nunca llegué a pensar dejarme leer por nadie; en efecto, algunos de mis mejores amigos no supieron que escribía hasta hace muy poco.
Sin embargo, hará cosa de dos años y por pura causalidad, una amiga se encontró uno de mis ansiosos tecleos en mi computador y comenzó a instarme a publicar mis poemas y participar en concursos. Tengo que admitir que me sentí incómoda y avergonzada con tantos elogios de su parte y temerosa de mostrarme a los demás porque hasta me sugirió ¡escribir un libro!; según ella tengo una cualidad extraordinaria e instantánea. Entonces, después de mucho recorrer la web y convencerme a mí misma de hacerlo, empecé a subir mis febriles líneas a una página de escritores noveles. Para mi sorpresa, tuve una gran acogida y calificaciones por parte de muchos que, a mi juicio, son mucho mejores que yo.
Gracias a estos amigos y lectores virtuales hoy ya no temo ser leída aunque sigo sin escribir para alguien particular más que para calmar mi inspiración e incluso he experimentado con cuentos y reflexiones.
Por todo esto, no escogeré un poema de alguien más, no, sino uno mío. Así disiparé mi dilema de escoger uno, entre tantos poemas de escritores consagrados que me gustan, para mirarme a mi misma y a mi pluma deseperada.
Me duelen tus besos de la mañana,
esos que me das al despertar;
el aroma del café recién colado
y tu taza medio vacía sin tocar.
Me duele tu piel tan blanca
bajo la ducha de agua fría;
el olor de tus cabellos mojados
y tu constante melancolía.
Me duelen tus ojos de cielo de mar
que me miran sin el mayor decoro;
esos que reflejan mi alma cansada,
de mi vida divino tesoro.
Me duelen tus pasos al entrar a casa
para decirme que no estás,
recordándome que en mi realidad
no me puedes doler más.
© Maureen Andrea Addison-Smith Salvo