Ella recordaba aquel tiempo en el que estaban juntos, hace tanto ya, en las colinas verdes al lado del mar. Los acantilados les dejaban sentir esa brisa salada y fresca cada tarde cuando llegaban a soñar sobre las rocas. Las horas pasaban tranquilas y fáciles, a veces sin palabras, sin contacto, sin miradas, pero juntos en la felicidad de la compañía mutua. Los caballos pastaban tranquilos y a lo lejos escuchaban la melodía rítmica de las olas al llegar a la playa, la fuerza enorme de la tormenta que anunciaba a veces una tempestad o simplemente la caricia del viento sobre los pastos de siete tonos de esperanza.
Ella recordaba que en ese tiempo estaba completa y era poderosa porque esa compañía la complementaba y la hacía fuerte. Creció viendo esos ojos de luz, compartió sus ideas y sueños y siempre buscó la protección de esos brazos que le daban tranquilidad en sus horas de miedo. Se perdió mil veces en sus labios finos y suaves, en su cuerpo moldeado por las horas de travesía en el bosque y en su olor a cedro húmedo por la llovizna de la mañana. Aprendió por sus palabras y silencios el valor de la amistad, por sus besos y caricias el calor de la pasión, y por sus ojos de luz la fuerza de su espíritu.
Ella recordaba todo de una manera extraña, sin imágenes, simplemente con sensaciones, impulsos e intuición; por eso aquellos ojos que reconocía le transmitían paz, esos labios le llamaban a un beso y ese silencio le parecía tan agradable. Ya era lo mismo si salía el sol o se desataba una tormenta, si estaba en un parque lleno de gente o en el salón de la casa, si alguien llamaba a la puerta o no aparecía nadie. Estar allí recordando, juntos nuevamente después de tanta vida, le hacía apreciar sonidos, aromas y sensaciones que hacía mucho dormían en algún lugar de su memoria eterna, le hacía sentirse nuevamente completa y fuerte.
Sólo una cosa le incomodaba un poco… al otro lado de la mesa en silencio… ¿recordaría él?
Ella recordaba que en ese tiempo estaba completa y era poderosa porque esa compañía la complementaba y la hacía fuerte. Creció viendo esos ojos de luz, compartió sus ideas y sueños y siempre buscó la protección de esos brazos que le daban tranquilidad en sus horas de miedo. Se perdió mil veces en sus labios finos y suaves, en su cuerpo moldeado por las horas de travesía en el bosque y en su olor a cedro húmedo por la llovizna de la mañana. Aprendió por sus palabras y silencios el valor de la amistad, por sus besos y caricias el calor de la pasión, y por sus ojos de luz la fuerza de su espíritu.
Ella recordaba todo de una manera extraña, sin imágenes, simplemente con sensaciones, impulsos e intuición; por eso aquellos ojos que reconocía le transmitían paz, esos labios le llamaban a un beso y ese silencio le parecía tan agradable. Ya era lo mismo si salía el sol o se desataba una tormenta, si estaba en un parque lleno de gente o en el salón de la casa, si alguien llamaba a la puerta o no aparecía nadie. Estar allí recordando, juntos nuevamente después de tanta vida, le hacía apreciar sonidos, aromas y sensaciones que hacía mucho dormían en algún lugar de su memoria eterna, le hacía sentirse nuevamente completa y fuerte.
Sólo una cosa le incomodaba un poco… al otro lado de la mesa en silencio… ¿recordaría él?
© Maureen Andrea Addison-Smith Salvo