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Nadie es de nadie y, sin embargo, es naturaleza del ser humano y sus leyes calificar como propio a todo ser dentro de la vida de alguien: mi madre, mi hermano, mi amiga, mi jefe, mi mujer, e incluso expresar posesión al decir ¡Dios mío!, para caer luego en la rebeldía egoísta de no ser poseído por los demás, ignorando el significado más profundo y amplio de la expresión: el ser uno con los demás.